EL PAPEL DEL VINO EN LA GASTRONOMÍA Rafael Ansón

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1 EL PAPEL DEL VINO EN LA GASTRONOMÍA Rafael Ansón Queridos amigos. Es un honor y un placer para mí participar en esta Conferencia de Clausura en presencia de tan importantes y queridas autoridades, españolas e iberoamericanas. Siempre he considerado que al vino se le puede considerar un ser vivo, un personaje sobre el que trazar una biografía, que resulta ser, muchas veces, la de una familia, de un pueblo y de una comarca, puesto que detrás de la etiqueta de cualquier botella puede haber toda una saga familiar. A través de la historia de sus vinos se puede conocer la historia de España, o de otros países y también la de su Cultura, con mayúscula, pero con independencia de ello y de todas las anécdotas de los vinos españoles, mirando al trasluz sus blancos, rosados o tintos se conoce mejor la idiosincrasia de quienes los hacen y los beben. Por tanto, al lado de los espléndidos productos y recetas que integran nuestra tradición gastronómica, debe haber siempre un compañero inseparable que los eleva todavía más y que, bien utilizado, completa y refuerza su sabor. Este complemento puede ser cualquiera de los buenos vinos que se reparten por nuestra geografía y por la de toda Iberoamérica, aunque siempre conviene disponer de unos cuantos datos para saber seleccionarlos. Una bebida contra la tristeza Hace muchísimos siglos, un sabio como Séneca, romano y andaluz, nos dejó la definición perfecta del vino, como una bebida que "lava nuestras inquietudes, enjuga el alma hasta el hondo y asegura la curación de la tristeza". Qué más podemos pedir a un compañero en la mesa! Resulta especialmente grato hablar de vinos y gastronomía en Jerez, uno de sus paraísos mundiales desde la Edad Media. En efecto, el Marco de Jerez compone un espacio fascinante para cualquier aficionado al vino, que siempre sedujo a escritores y poetas, acaso porque la tradición enológica en esta comarca procede de una serie de factores, como las tierras calizas, la singularidad de las botas y las soleras, la cercanía del Guadalquivir y del Atlántico o las estribaciones de la Serranía de Ronda, cuya conjunción roza el milagro. 1

2 Estandarte de los vinos españoles, cuyas principales comarcas vitivinícolas han avanzado en los últimos años en presencia y prestigio en los grandes mercados internacionales, el vino de Jerez es también muy conocido en Iberoamérica, el Nuevo Mundo del vino, donde asistimos, desde hace tiempo, a una verdadera revolución. Territorio emergente para la viticultura y la enología, Chile (cuyas uvas son de las mejores del mundo), Argentina (en cuyo sector se ha instalado con éxito la modernidad) y hasta el incipiente México (al fin y al cabo, el productor de vinos más antiguo de las Américas) se han convertido en verdaderos paraísos mundiales, escenario de algunas de las mejores experiencias vitivinícolas que se han producido en los últimos años y objetivo para enólogos y bodegueros de todo el mundo. De ahí la importancia de este Foro Iberoamericano donde compartir trayectorias a ambos lados de un océano por el que discurren, en ambos sentidos, millones de hectolitros de vino. Pues bien, en estas maravillosas tierras de Olorosos, Finos, Manzanillas, Palos Cortados, Amontillados Creams y Pedro Ximenez, vinos en los que Jerez ha alcanzado el culmen de la sabiduría y que resisten cualquier comparación con los mejores blancos del mundo (decía Hugh Johnson que los maestros jerezanos han perfeccionado el arte de mezclar dentro de su variada paleta, produciendo absolutamente todos los matices existentes entre los extremos, todo ellos sin variar un ápice de un año a otro ), me gustaría contarles algunas cosas. Shakespeare Fecunda relación entre lo sólido y lo líquido Por ejemplo, que uno de los ingredientes fundamentales que determinan las inmensas posibilidades de la gastronomía española es la extraordinaria calidad y variedad de nuestros vinos. La personalidad de nuestra cocina hace el resto, provocando una fecundo relación entre lo sólido y lo líquido, base del hecho gastronómico. Y así debe ser en todos los países. Difícilmente podemos encontrar un lugar en España en donde, al sentarnos a la mesa para elegir la comida, no nos ofrezcan, junto a unas cuantas botellas de marca, el vino del país. Y ante esta disyuntiva, se recomienda decantarse siempre por las referencias locales, puesto que hay muchos tintos, rosados y blancos que son insuperables para acompañar a la cocina nacional y, según señala con la precisión que le caracteriza Manuel Martínez Llopis, "de tan universal bondad que podrían viajar y 2

3 degustarse victoriosamente en las mejores mesas extranjeras". Ferran Adrià decía incluso hace poco que el vino es un plato más Se puede añadir también que nada hay tan triste como una comida sin vino, o con un vino triste. Para el suizo Fredy Girardet, uno de los grandes cocineros de la historia, la comida no es sino una armonización entre los platos y el vino; si se dispone de un gran vino hay que buscarle una gran compañía; si tenemos un gran plato, debemos encontrar el vino justo. De esta interrelación solo puede surgir la excelencia. Como la variedad de los vinos españoles y de muchos países iberoamericanos resulta extraordinaria, siempre podemos estar seguros de encontrar uno (o más de uno) que se adapte como un guante a un plato determinado. La materia más opinable Mi amigo Carlos Falcó, Marqués de Griñón, vicepresidente de la Real Academia de Gastronomía, señala, en su famoso libro Entender de vino que si existe una materia opinable es la armonía entre platos y vinos, es decir, el arte de combinar ambos con el objetivo de lograr una sinergia de aromas, sabores, texturas e incluso colores Sin duda exagerando, y por frivolizar un poco, podría incluso afirmarse que las relaciones entre la comida y el vino son (y deben ser) prematrimoniales, es decir, de un permanente juego amoroso en el que siempre quede un lugar para la sorpresa, porque el matrimonio o la pareja estable y permanente con un tipo de vino o una marca conducen, teniendo en cuenta la riqueza y variedad del escenario, a una monotonía muy poco sugestiva. Entiéndaseme que solo en este campo. Aunque cae por su peso la existencia de cierta concordancia de aromas y sabores entre algunos platos y vinos, el sentido común apunta hacia un general acuerdo en el que, al referirnos al gozoso y placentero uso de los vinos, la libertad es el más precioso de los dones y no sería justo establecer un código severo y riguroso. La única exigencia sería la de probar. Pero, por hacer alguna crítica en este panorama idílico, lo lamentable es que, mientras la restauración moderna ha seguido un camino de ejemplar sensatez, tanto en cuanto a la imaginación creadora de los menús como incluso en lo que respecta a los precios, con los vinos asistimos durante años a una curiosa y empobrecedora tendencia que convirtió en más importante el coleccionismo que el paladar, un imperio de la etiqueta que, además, chocaba frontalmente con las más seculares tradiciones. 3

4 En todo caso, la exitosa gastronomía de nuestro tiempo no podría entenderse sin el complemento de la bebida; de hecho, uno de los objetivos fundamentales de su ideario es el de relacionar armónicamente los platos con los vinos que han de acompañarlos en función de unas cuantas leyes no escritas. Combinando la naturaleza y cualidades de los alimentos con las características más notorias de los vinos se pueden descubrir sabores y matices espléndidos tanto en los unos como en los otros. Unos criterios muy elementales No obstante, todas estas combinaciones resultan siempre subjetivas, pues verdaderamente son pocos los argumentos serios que justifiquen la imposición de una determinada regla en esta materia. Es preferible dejarse llevar por el gusto de cada uno a la hora de determinar los criterios a seguir, aunque hay algunos muy elementales que se han ido perfilando a lo largo de la historia. Por eso, las cada vez más habituales listas de correspondencias entre vinos y alimentos solo deberían considerarse como meras recomendaciones o sugerencias y, antes de otorgarles un mayor valor, tendríamos que someterlas al criterio de nuestro paladar, el único verdaderamente importante en cuestión tan sutil. No obstante, existen una serie de criterios fundamentales que se han ido manifestando a lo largo de la historia gastronómica mundial y han alcanzado un carácter casi universal. Así, existe una especie de coincidencia general en que el champagne, el cava o el vino espumoso, junto con las Manzanillas y Finos, los Moriles y Montillas, van bien como aperitivo y durante toda la comida, incluyendo la hora del postre, aunque en este punto también resultan muy adecuados los vinos dulces. Con las verduras, se considera que no casa ningún vino, por su naturaleza acuosa; pero yo creo, en cambio, que según estén cocinadas, así será el vino que las convenga. Hay quien echa mano de los rosados y claretes, aptos para toda ocasión y considerados como verdaderos comodines. Porque se llevan bien con una variada gama de alimentos, algunos de los cuales no admiten otras alternativas, mientras que el blanco armoniza de forma correcta con mariscos, pescados, quesos frescos, etc. Un tinto ligero resulta un excelente compañero de fiambres, pastas, carnes blancas y quesos semiduros, entre otros manjares, mientras que para los más enjundiosos se reservan las carnes rojas y los guisos más fuertes y exigentes, junto con los platos de caza y los quesos fermentados. 4

5 Armonías sencillamente imposibles Habría que apuntar también una serie de excepciones a la regla básica del vino como compañero inseparable e inevitable de la buena comida. Así, en mi opinión, no hay vino alguno que pueda acompañar y complementar ni a una ensalada avinagrada, ni a un gazpacho, ni, por supuesto, a unas frutas ácidas. No hay que olvidar que el vinagre arruina al mejor vino, por lo que escabeches, vinagretas y marinados no se avienen con ninguno. Lo mismo les ocurre a espárragos y alcachofas, a los quesos fuertes y picantes (sobre los cuales existe un gran debate a la hora del acompañamiento) e incluso, según algunos, a los huevos. Esto no significa que no se deba beber vino con las recetas citadas, pero sí que conviene estar dispuesto a reconocer que se pierden muchos de los matices vínicos. En paralelo. Pero las recomendaciones pueden ser todavía mucho más extensas. Así, podemos recordar que los tintos nunca deberían servirse fríos, sino a la temperatura ambiente y siempre varios grados por encima de los blancos. La misma regla apunta hacia que los espumosos han de ofrecerse muy fríos y, por su parte, los "brandies", a la temperatura del comedor. Todos estos supuestos tienen sus razones que los justifican: el aroma de los tintos se exalta con la temperatura, pero si el vino resulta tibio al paladar, se genera una sensación desagradable que neutraliza el descubrimiento por parte de quien lo toma de las buenas cualidades de aroma y sabor. Por el contrario, los vinos blancos de mesa con poco tanino y generalmente de poco cuerpo, ganan cuando se sirven frescos, pero no fríos, pues la baja temperatura también dificulta que lengua y paladar tengan toda su sensibilidad para apreciar las cualidades del vino. De las más ligeras a las más fuertes Otra recomendación elemental es la de graduar las bebidas de las más ligeras a las más fuertes. Así, los vinos fríos antes que los del tiempo; los ligeros, antes que los fuertes y de cuerpo; los jóvenes, antes que los añejos; los secos, antes que los dulces; y los blancos, antes que los tintos. 5

6 Cocina Actual Sobre esta generalización, Curnosky advertía, no obstante, que a la regla que establece que los vinos menos fuertes preparan el camino a los más poderosos, se escapan muchos deliciosos vinos viejos, ya sin vigor, que deben beberse antes que los de menor edad con bouquet y fuerza. También mostraba su animadversión a servir dos vinos de crianza, de parecidas cualidades, en una misma comida. En todo caso, nunca conviene ser demasiado purista, puesto que, si se aplicara sistemáticamente la óptima conjunción de plato y vino, en cada comida podrían hacerse desfilar más de una docena de vinos, sin orden ni concierto. Por lo tanto, la elección debe ceñirse a buscar la armonía entre un vino y el plato principal, y hacer girar el resto de los vinos en torno a esa elección, ya que una acumulación de sabores puede fatigar el paladar. Cada vino debe preparar el gusto para el plato siguiente, aunque hay quien, como Emile Peynaud, aconseja esperar a ofrecer el vino entre plato y plato, una vez que se ha servido la comida. Peynaud dice que los invitados comen así antes de probar el vino, por lo que tienen una mejor disposición para juzgarlo. En cualquier caso, todos los autores convienen en que no se deben dar estrictas recomendaciones sobre las armonías entre platos y vinos. Pero, si hay que citar a alguien, recordemos a Brillat- Savarin en su Aforismo XII: "El orden de las bebidas debe ir de las más suaves y ligeras a las más espirituosas y aromáticas". La teoría de la asociación de colores Y otro criterio aceptado comúnmente indica que la asociación de colores predispone a la asociación de sabores. Según esta teoría, los vinos blancos armonizan mejor con los alimentos menos coloreados, que implican generalmente sabores suaves. Por eso, los blancos son los mejores acompañantes de los productos del mar, ya que su sabor borra lo salado y, al mismo tiempo, lo realza. Por su parte, la rica constitución de los vinos tintos y su complejidad de sabores los hace acordes para acompañar platos mejores y más trabajados, incluso los más pesados de sabores fuertes, mucho más "coloreados", por tanto. Si al vino le favorece la compañía del alimento, un gran tinto solo se descubre al lado de las recetas adecuadas. Recordemos también que, según va avanzando la comida, se va atrofiando la sensibilidad de nuestros sentidos. Es la razón fundamental, según apuntábamos, por la 6

7 cual se debe comenzar por los más ligeros (para aprovechar el momento en que las papilas gustativas se encuentran más en forma, igual que el olfato o la vista), y terminar por los de más cuerpo, que siempre imponen su fuerte carácter. Y poco más, porque resulta un vicio imperdonable hablar tanto de los vinos sin poder mirarlos, olerlos, paladearlos, al fin y al cabo, sentirlos con toda su fuerza y significado. La cultura del vino incluye necesariamente beberlo, ya sea solo o como complemento de alguno de los grandes platos de nuestra tradición culinaria o de los de la cocina actual, como estamos comprobando estos días en Jerez, capital mundial del vino. 7